… Momo era un niño silencioso, pero tenía una extraña cualidad: sabía escuchar.
Para cualquier inversor, la información es sencillamente la clave de su éxito. En una familia, la comunicación, es el “aceite” por el que se deslizan algunas refriegas o pequeños roces naturales. El lenguaje nos hace humanos, nos procura enriquecimiento, agranda nuestro espíritu al amparo de los conocimientos aprendidos.
Pero… ¿de donde surge el lenguaje, la comunicación, la información?… sencillamente del silencio. De un silencio que en muchas ocasiones se considera poco menos que una planta en extinción, pues vayas donde vayas, el ruido, la contaminación acústica, la falta de ese vació necesario para que surja algo… lo ocupa todo. Oímos si, pero no sabemos escuchar, la música “ambiente” nos ensordece por temor a ese incómodo y tenso silencio que se produce y que habría que rellenar con palabras, con conversaciones animadas. Vayamos de compras, a tomar café, de copas, a dar un paseo o al médico el silencio está prohibido. Así somos, educados para vivir en el alboroto.
Sin embargo tiene nuestra hermosa tierra lugares en los que caminar precisa hacerse de puntillas, como para no molestar el paso del tiempo o las leyendas escritas en las esquinas. Mojácar, los Vélez, Ohanes, etc., siempre que uno camina por sus calles sean horas penumbrosas, épocas invernales o deliciosas tardes de verano, siente que el tiempo anda más despacio, que puedes descubrir en ese silencio cargado de vida, recuerdos íntimos, alegrías y tristezas pasadas, temores y tibiezas del alma… ah, pero hace falta silencio, ese precioso silencio que nos niega el progreso de las grandes urbes, ese silencio prohibido del que surgen poemas, músicas y relatos, chascarrillos, coplas y bailes, ese silencio que traspiran los lugareños.
¿Será por esto por lo que cada vez más gente busca el amparo en su pueblo, por lo que los grandes yupies se enclaustran en monasterios, o los artistas se pierden entre mudos bosques?
Creo que momo sabía algo que olvidamos a menudo, que el silencio es el agua fértil de la que se alimentan los propios sueños y que saber escuchar ha sido, y es signo de sabiduría.
Sin embargo nuestra cotidiana existencia nos niega esa Cultura del Silencio. Hagan el experimento, párense en medio de la calle a escuchar, verán que nuestras conversaciones rozan el griterío, que el tráfico se convierte en un ronco rumor que nos envuelve, que televisiones y radios no nos acompañan, se imponen a fuerza de decibelios, que la siesta hay que hacerla con tapones o la ventana herméticamente cerrada…
¿Así somos? Creo que No, creo que sencillamente así nos han mal educado, que no tenemos esa necesaria cultura del silencio.
Sebastián Pérez