Julio Romero de Torres, retrato de un Maestro

Julio Romero de Torres nació en Córdoba el 9 de noviembre de 1874. Hijo de don Rafael Romero Barros, pintor y director-fundador del Museo Provincial de Bellas Artes de la ciudad y de doña Rosario de Torres Delgado, desde muy temprana edad se introdujo en el mundo del arte. Miembro de una familia numerosa, ocho fueron los hermanos de los cuales dos serían pintores como él, dio sus primeros pasos en la profesión de la mano de su padre, de quien aprendió la técnica y el manejo de los pinceles. Del estudio familiar, situado en el Museo de la cordobesa plaza del Potro salieron sus primeras obras, todavía un poco alejadas del estilo tan personal que le haría famoso.Julio Romero de Torres

Hacia 1914 se traslada a la capital de España, Madrid, en donde entra en contacto con el ambiente intelectual y artístico de la época de la mano de su hermano Enrique. Asiduo, desde entonces, a las tertulias del café Nuevo Levante, las corrientes filosóficas del momento comienzan a cobrar vida en sus obras, reflejando la influencia que el pensamiento de su estimado amigo Ramón del Valle-Inclán o el sentir de Rubén Darío, ejercían sobre él. El espíritu del modernismo había llegado al alma del pintor.

A través de simbólicos paisajes, recreó el mundo psíquico en todos sus matices. Sus lienzos, de composición muy similar a los del gran maestro del Renacimiento, su admirado Leonardo Da Vinci, son como ventanas abiertas al mundo de los sentidos, en donde la imagen viene a ser una especie de soporte que contiene en sí misma un concepto. La alegoría se convierte así en una de las características predominantes en la pintura del artista cordobés; la otra sería la dualidad, el concepto de opuestos que no es más que un reflejo de nuestra propia condición humana. El bien y el mal, la pureza y la promiscuidad, lo sagrado y lo profano, que son la temática de cuadros como “Amor sagrado” y “Amor profano” o “Las dos sendas”, una visión contundente de la vida tal y como la vemos.

Mucho se ha escrito sobre la originalidad de este pintor que en los albores del siglo XX supuso una revolución en el mundo de las artes plásticas y es que, más allá de su depurada técnica, del uso magistral de luces y sombras, del juego exquisito entre realidad y fantasía, entre sueño y vigilia que está presente en todos sus lienzos, cada uno de sus cuadros es una historia vivida, una historia contada por las manos de quien navegaba por la psicología de sus modelos hasta llegar a lo más profundo de su alma. Y también al alma de la España de su tiempo porque Julio Romero de Torres supo reflejar su momento histórico mezclando, con inigualable sutileza, los elementos propios de la sociedad y el pensamiento de su época.

Dentro de este marco, coloca a la mujer a la que hace protagonista a la vez que espectadora de su propio destino. El pintor la ha de representar como víctima resignada de sus circunstancias y de un mundo de hombres en donde la mujer siente, piensa y se comporta de acuerdo a lo que se espera de ella; pero al mismo tiempo la aleja de los convencionalismos para mostrarla tal y como es, tal y como la ve, dueña de sí misma. La mujer es la gran transformadora y como tal puede transmutar a la vez que transmutarse interiormente. Por una lado la mujer, por otro la dama. De una parte la fiel compañera, de otra la cortesana. De un lado el recato, de otro la pasión. Como vemos aparece de nuevo la dualidad, el eterno combate entre lo que es y lo que debe ser.

La gran capacidad transmisora de la mujer, su innato talento para adoptar formas cambiantes sin perder su propia esencia, sirven al pintor como trampolín para lanzar desde el fondo de sus cuadros su particular visión de la vida: dos realidades distintas, una superpuesta a la otra, que se complementan mas no se limitan. Como bien expresó Ramón del Valle Inclán en una de sus manifestaciones sobre el pintor: “El sabe que la verdad esencial no es la baja verdad que descubren los ojos, sino aquella otra que sólo descubre el espíritu, unida a un oculto ritmo de emoción y de armonía que es el goce estético. Este gran pintor, emotivo y consciente, sabe que para ser perpetuada por el arte no es la verdad aquello que un momento está ante la vista, sino lo que perdura en el recuerdo. Yo suelo expresar en una frase este concepto estético, que conviene por igual a la pintura y a la literatura: Nada es como es, sino como se recuerda” .

Julio Romero de Torres murió el 10 de mayo de 1930 dejando tras de sí una estela de leyenda y una obra prodigiosa, que pasó de los mil cuadros, repartidos hoy por todo el mundo.

Esta fue la idea que animó la obra del genial artista cordobés . Un concepto eterno, una verdad profunda y desnuda, un penetrante viaje a lo más profundo de aquello que ha sido llamado a ser inmortal: el alma. Nadie como él supo plasmar con el pincel el mundo sutil e invisible que nos rodea, traspasando los límites de las formas para llegar hasta la esencia de las cosas, “…porque los ojos están ciegos. Hay que buscar con el corazón…” . Y en esa búsqueda, el pintor inventó una nueva forma de expresión, un concepto literario de la pintura eminentemente renacentista, en perpetuo equilibrio entre el misticismo, la sensualidad y la melancolía. Teniendo siempre como escenario, eso sí, la enigmática y eterna Córdoba.

Carmen Morales

Bibliografía:
– Las mujeres de Julio Romero. Mercedes Valverde Candil. Ed.Cajasur.
– El museo de Julio Romero de Torres. Miguel Salcedo Hierro. Ed.Everest.

Notas:
1.-Ramón María del Valle Inclán.
2.-Ante la pregunta: ¿qué es para usted la pintura?, respuesta del pintor en una entrevista realizada para un semanario de la época.
3.-“El principito”. Saint-Exupéry

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