Cada miércoles por la mañana, desde hace casi un año, nuestros amigos de Onda Cero me honran permitiéndome compartir con los oyentes algunas de mis aventuras viajando por esos mundos. Haber recorrido gran parte de los cinco continentes cambia tu perspectiva de la realidad y tu forma de apreciar las cosas.
Tu visión se amplía, descubres la infinita gama de colores con los que las diferentes culturas, nacionalidades, razas, religiones, civilizaciones, antiguas y modernas, del norte y del sur, de oriente y occidente, adornan este mundo nuestro, bellísimo en su variedad y su complejidad. Cruzar los muros de nuestro entorno inmediato y cotidiano y aventurarte hacia lo desconocido, rompe muchas barreras psicológicas y muchos prejuicios que ni siquiera creíamos tener, y abre nuestra conciencia a realidades completamente diferentes a la propia, enriqueciendo nuestra mente con el entendimiento de diferentes situaciones y problemáticas, diferentes tradiciones y culturas, distintas maneras de encarar la vida y sus dificultades, diferentes formas de acercarse a ese misterio insondable que llamamos Dios.
Esa es la perspectiva del viajero, la del explorador, la del descubridor al que la verborrea interminable de los guías, las postales turísticas y las visitas precipitadas le traen sin cuidado, porque sabe que detrás de cada fotografía, de cada lugar, hay un misterio por descubrir, hay un ser humano, una historia… El viajero establece una relación mágica con el entorno que explora, integrándolo a su propia experiencia personal de manera indeleble. Es así que la experiencia lo transforma y lo ilumina, y es entonces cuando se revela el gran descubrimiento, el que hace que todas las cosas cobren sentido a pesar de sus diferencias y de su aparente complejidad. Porque basta arañar un poco la superficie, basta trascender las aparentes diferencias, para darnos cuenta de que detrás de todo lo que vemos hay una misma verdad, una misma enseñanza esperándonos en cada esquina, la de que todos somos seres humanos y todos buscamos básicamente lo mismo: un sentido para nuestras vidas, un futuro para nuestros hijos, un espacio en el que poder sentirnos útiles, un mundo mejor en el que poder ser felices.
Es entonces cuando las diferencias dejan de tener importancia. Da igual tu nacionalidad o tu raza, si eres hombre o mujer, tus creencias políticas o la religión que profeses. Tú eres un hermano y yo soy ciudadano del mundo. A la espera de una gran fraternidad que algún día una a todos los hombres y mujeres, aprendes a respetar las diferencias aunque no las comprendas, a aceptar las elecciones personales que cada cual hace aunque no participes de ellas. Aprendes a compartir lo mejor de ti mismo y a esperar también lo mejor de los demás, convencido de que, si les das el tiempo suficiente, todo el mundo te revela antes o después la verdadera persona que hay en su interior, esa noble y buena que solamente puedes descubrir trascendiendo lo circunstancial para llegar a lo esencial. El gran viaje de la vida es llegar a reconocer esa realidad oculta que subyace en el fondo de cada persona, de cada cultura, de cada ruina recóndita, de cada obra de arte, de cada realización técnica, de cada antiguo templo, de cada paisaje. Y nuestras fiestas tradicionales son una expresión de esa necesidad atemporal que todos tenemos de acercarnos los unos a los otros para compartir algo especial.
Una de esas experiencias comunes a todos los seres humanos, una de esas tradiciones compartidas por cuantas civilizaciones han existido, desde la más remota prehistoria hasta nuestros días, es el culto al fuego. Los sabios de la antigüedad asociaban el fuego a la llegada, hace mucho tiempo, de seres excepcionales que, a la manera del Prometeo griego, brindaron a la humanidad un regalo extraordinario: la conciencia de sí mismos. Con la ayuda de ese fuego mental y empujados por nuestro propio esfuerzo personal, aspiramos desde entonces a ser mejores personas y poder construir entre todos un mundo también mejor. Cada celebración, cada tradición revivida, cada festividad, cada ceremonia que el hombre realiza, es directa o indirectamente una renovación y un recuerdo de ese encuentro con lo sagrado y del pacto firmado alguna vez entre el cielo y la tierra.
Durante siglos el fuego ha estado presente en los nacimientos y en los funerales, ha sido instrumento de iniciación y de misterio, vehículo de renovación y regeneración, símbolo de la conciencia humana y de su capacidad para contactar con lo divino. El fuego, como el más elevado y sutil de los cuatro elementos, ha estado presente en las celebraciones estacionales que desde la antigüedad marcan los ciclos de la naturaleza a lo largo del año, y entre las cuales la llegada de los solsticios cobraba especial importancia.
La entrada del invierno era celebrada por los romanos con la festividad del Sol Invicti, que conmemora la lucha del sol contra las tinieblas durante la noche más larga del año, y su victoria con el nuevo amanecer que determina, a partir de ese momento, el progresivo crecimiento de los días y el acortamiento de las noches, hasta la llegada del verano. La cristianización de la festividad del Sol Invicto daría origen a la fecha que tradicionalmente aceptamos como la del nacimiento de Jesús, luz de espiritualidad que resplandecerá en el cielo como el sol rodeado por las doce casas zodiacales. Esa misma lucha se representa en el libro egipcio del Amduat, en el que el sol, transformado en Khum, el topador de las tinieblas, lucha contra la serpiente Apap, encarnación de toda ignorancia y todo mal, para así poder provocar su propia transmutación interior al convertirse el Khepher, el sol del amanecer nuevo.
En el extremo opuesto del año y también cristianizadas, nuestras hogueras rozan de nuevo, esta vez en la noche de San Juan, el solsticio de verano, el día más largo, la noche más corta. Este momento era celebrado por todas las culturas como el máximo esplendor de la luz, con el sol sobre el cielo como símbolo de la sabiduría y del bien. Y era aprovechado para limpiar, ordenar, renovar y purificar, para así poder desprendernos de todo aquello que, por viejo e inservible, debemos tirar para no arrastrar pesadas cargas en nuestro camino. Es así como, con el paso del tiempo, se dio origen a la tradición de hacer hogueras en las plazas para destruir todo lo físicamente viejo y gastado, y saltar después sobre las ascuas para poder destruir también todo lo que nos envejece y desgasta, pero esta vez en el plano psicológico: las tristezas, las dudas, los miedos, los rencores, las angustias que nos estorban y nos demoran en nuestra búsqueda interior de perfección.
Llega el verano y el sol luce en el cielo cumpliendo una vez más con el eterno ciclo de la luz. Aprovecha la oportunidad que te brinda la fiesta para renovarte, regenerarte, rejuvenecerte y sentirte parte de un mundo maravilloso y de un universo vivo e infinito que aún debemos descubrir.
Juan Adrada, director de Nueva Acrópolis en Alicante y colaborador del programa Vivir Viajando de Onda Cero.