Año de Gracia de 1596, Cádiz podría bien ser considerada una ciudad feliz, divertida y alegre. Una ciudad mucho más pequeña de la que conocemos hoy.
Contrastaba perfectamente con otras ciudades castellanas en las que Felipe II, había proscrito toda manifestación que se apartase de lo que fuera mortificación y penitencia, para cobrar méritos en otra vida.
Cádiz, en el sur de la península, era una joya. Se decía por entonces que Sevilla era el anillo y Cádiz la piedra preciosa de su engaste. En Cádiz vivían y bien, mercaderes de toda Europa que venían a contratar mercaderías para el trato con todas las naciones. Galeones con las velas henchidas por todos los vientos entraban y salían de la bahía abastados con todos los mantenimientos y regalos posibles. El franciscano Padre Abreu, vecino de la ciudad, decía que “donde hay dinero y ganancia, todo acude y todos buscan y procuran”.
No solo era Cádiz una ciudad de granjería y trato, además venían aventureros de toda clase, dispuestos a pasar a las lejanas Indias, para cambiar su fortuna. Además, vivían familias de noble linaje y apellidos antiguos.
Era una ciudad sana para sus moradores, porque al estar desnuda de montes, sierras y collados, los vientos no tenían ningún impedimento en su curso y movimiento y por tanto fresca y regalada en el verano, por la suavidad y templados aires y mareas. Ciudad limpia y trabajadora, no era refugio de pícaros y hampones como lo sería en grado sumo Sevilla. El pícaro huye del mar y cuando llega a Cádiz, se encuentra con que hay que trabajar y ser hombre de agallas más que de astucia. Era gente de mar.
Mientras tanto, la reina Isabel, la virgen pérfida de Inglaterra, reúne a sus caballeros, antiguos piratas que navegaran con Drake, para pedirles su opinión sobre la forma de atacar a España. Las manos del más experto de uno de ellos, se dirigirán hacia la carta geográfica para indicar sencillamente: Cádiz.
Cádiz era, entonces, la ciudad femenina y codiciada, la perla de los mares, el arca donde se recibían las monedas de oro que llegaban de Occidente a llenar las arcas del Rey y que luego servían para pagar las lanzas de los soldados que vencían a los holandeses de Nassau en Breda y Fleurus.
Así por ello, holandeses y britanos atacan al rey Felipe por su más descuidada alegría, evitando así que otra gran escuadra a la manera de la Invencible pudiera plantearse la revancha con la que los españoles soñaban como lo hacía en su refugio de Sevilla Don Alonso Pérez de Guzmán, Duque de Medina Sidonia.
Avisaron desde el puerto de Lagos en el Algarve, de que más de ciento sesenta naves inglesas venían por toda la costa hacia el sur. Eran galeones gruesos de guerra donde unían sus banderas Inglaterra y Holanda. El conde Essex y Luis de Nassau mandaban las fuerzas de ataque. En sus naves nombres famosos por la historia, Sir Walter Raleigh, el Almirante Charles Howard de Effingham, Duque de Nottingham, Cristóbal Blond, Antonio de Crato (pretendiente de Portugal) y el Conde de Sesiques.
Quince mil hombres sedientos de oro y riquezas de ultramar ponían sus ojos en la blancura de la ciudad confiada; era el amanecer del 30 de junio de 1596.
Poco pudieron hacer los gaditanos desde el fuerte de San Felipe: cargaron los cañones, dispararon contra el enemigo y nadie podía conseguir un buen tiro. Unos cañones reventaban y a otros se les rompían las podridas ruedas. Muchas de las granadas caían al mar.
La flota enemiga amarraría donde hoy se encuentra el puente de Carranza, para organizar mejor el bloqueo de los auxilios que podrían llegar desde la Carraca y las posibles fugas de la población. El desembarco de la flota era inevitable, la mayoría de las naves fondeadas en lo que actualmente es la barriada de la Paz, pusieron sitio a la ciudad y en tierra firme a 6300 soldados profesionales, unos 1000 voluntarios y 6700 marineros.
Don Antonio Girón, corregidor, poco pudo hacer y a las cinco de la tarde los ingleses tomaron el control de la ciudad con escasa resistencia. Un grupo de asaltantes se encaminaron hacia el puente Suazo y el castillo de San Romualdo en la Isla de León, pero las fuerzas españolas allí apostadas eran mucho más fuertes y tuvieron que desistir y volver a Cádiz.
Saquearon la ciudad, los templos de Santiago, San Francisco y de Nuestra Señora del Pópulo, casas, almacenes del puerto que rebosaban de mercancías de indias. Hubo fusilamientos.
Don Miguel de Cervantes satirizó la gestión de las naves refugiadas en Puerto Real, que fueron mandadas destruir por el Duque de Medina Sidonia y el Capitán Becerra.
Al día siguiente las autoridades de la ciudad, refugiadas en el castillo de Cádiz, sin alimentos ni armas, pactaron con los atacantes la salida de los habitantes de la ciudad a cambio de un rescate de 120000 ducados y la liberación de 51 prisioneros ingleses capturados en anteriores campañas. En garantía del pago del rescate pactado, varios ciudadanos principales quedaron apresados: El presidente de la casa de contratación, corregidores, regidores y religiosos. Parte de la población quedó liberada a pesar de las estrecheces.
El Conde de Essex quiso dejar Cádiz como base de operaciones aprovisionándola y guarnicionándola, pero no era la intención de la Reina Isabel I de Inglaterra, quedando los planes de ocupación permanente del Conde frustrados.
Finalmente el 14 de julio, ingleses y holandeses incendiaron la ciudad y la abandonaron, llevándose a los apresados a la Torre de Londres, hasta que unos tres años después fueron puestos en libertad los que aún quedaban con vida; de 60 rehenes solo quedaron con vida 21, que firmaron una carta manifestando el abandono en el que habían caído.
La ciudad quedó devastada y sumida en la miseria. Las autoridades pensaron en desmantelarla y trasladar todo al Puerto de Santa María. Sin embargo, ganó la idea de fortificar la ciudad.
José Manuel Romero Fernández.