Vamos a dar otro paseíto por las calles de este nuestro Madrid, que hay muchas y con muchas historias.
Por ejemplo, la del Clavel, que sale de la Gran Vía. Había allí un jardincillo, resto de otro mayor perteneciente a un pequeño convento de concepcionistas. Y en el jardincillo quedaba, defendiéndose como podía, una hermosa mata de claveles. Acertaron a visitar el convento el rey Felipe III y su esposa doña Margarita de Austria. Se asomó la reina a un mirador que daba al jardín, vio los claveles, y tanto los alabó que la madre abadesa bajó, cortó unos cuantos y se los ofreció.
Tomó el rey interés en el convento, y preguntó quién era el dueño de las casas circundantes. El duque de Lerma, por aquello del peloteo oficial, corrió a comprarlas y con ellas se agrandó el convento. Lo curioso es que aquel crecimiento disgustó a las monjas, que, pocas y pobres, tenían suficiente con su pequeño habitáculo, y el nuevo les venía enorme, frío y difícil de cuidar. Enterado Cervantes del asunto, escribió una composición poética sobre los claveles origen del regalo regio, en la que decía que «los mejores claveles seguían dentro del convento». Su fachada principal dio a la calle que siempre, así, conservó tan florido nombre.
Seguimos con las calles de Felipe III: la del Divino Pastor. Antes que calle, lo que había era una hermosa quinta, que llamaban del Divino Pastor porque sobre su puerta principal había un gran cuadro de cerámica que representaba a Jesús con una oveja sobre sus hombros. Lo iluminaban dos farolas, que cuenta la tradición sirvieron para volver al buen camino a una moza a punto de descarrío.
Era así que la susodicha, mal aconsejada por su galán, huyó de la casa paterna. Pero ay, mal hombre el amante, que no acudió a la cita, y la pobre chica, sin atreverse a regresar al hogar, vagó toda la noche en las tinieblas, entre los matojos y arbustos, oyendo ladrar a los perros y con un susto de muerte.
Quiso la suerte, o quien fuese, que sus pasos la acercasen a la finca, y allá a lo lejos vio brillar los dos farolillos. Llegó a ellos, y reconociéndose en la oveja descarriada a hombros del pastor, llamó a la puerta, que le fue abierta. Allí la recogió el padre al siguiente día, y nadie supo de la aventurilla de la chica. Cuando la finca fue abandonada y la zona se urbanizó, la calle que ocupó su lugar mantuvo el nombre por el que siempre se la conoció.
La calle de la Luna sale a la de San Bernardo, y su terreno estaba entre unas eras, al pie de unos collados. Y donde hoy está la plaza que, aunque se llama de Soledad Torres Acosta, se la reconoce como de la Luna, había dos casas poderosas, con torres, troneras y todo el elemento defensivo. Una era de los señores de Daura, y la otra de don Álvaro de Córdoba. En los tiempos de banderías de los Reyes Católicos, se hizo fuerte un bando en cada una de las torres, se retaron y comenzó una dura batalla, que duró todo el día. Cayó la noche, que era de luna llena; y situándose la Hermosa Señora sobre la torre que ocupaban los Daura, quedaron perfectamente iluminados, de modo que los de enfrente tenían el blanco nunca mejor dicho: plateado. Y acertaban siempre. De modo que vencieron los de la torre de don Álvaro. Y teniéndose, como era costumbre en la época, por intervención divina, la plaza y la era que ocupaba lo que hoy es la calle, se bautizó con tan poético nombre.
De las torres no quedó rastro, porque al desaparecer las banderías que se oponían a los reyes, se demolieron. Y su solar se urbanizó.
Acabaremos el recorrido de hoy en Puerta Cerrada, que va de la Cava a la calle Segovia, desde cuya carretera se entraba en Madrid. Su entrada era muy estrecha, formando ángulos que permitían mejor la defensa y la vigilancia. Y también, claro, el escondite de toda clase de malhechores dispuestos a aligerar al viandante. Estaba además adornada a trechos con grandes cruces, tras las cuales se escondían los ladrones, más puestos al robo que a la oración. Así que el Ayuntamiento las mandó quitar, excepto una, la que hoy queda en el centro de la plaza. El pueblo de Madrid se tomó a risa el expolio, y al pie de la cruz superviviente apareció un cartelón que decía: «¡Oh cruz divina, que triunfaste del pérfido Marquina!». Marquina, no hace falta aclararlo, era el corregidor que dio la orden. Y que se lo tomó fatal, y cerró la puerta durante las noches. Y de día, con guardias. Ni cruces, ni entrada. Acordaos, madrileños, de Marquina, cuando paséis ante la cruz superviviente.
M.ª Ángeles Fernández
Historiadora de arte